El Diletante Guacho Fané

En el seno del sufrimiento hallé el sendero secreto del deleite...

jueves, julio 26, 2007

los cuerpos pulsiolares

me crié adentro de un rancho
entre humo, cumbia y borrachos


Fue avanzada la década del noventa cuando la historia de los Fuentes y los Miranda comenzó a complicarse. Hasta ese momento sostenían la casa con el sueldo de Matilde como operaria y el de Miranda que era vigilador privado y carnicero. La fábrica cerró y Miranda pronto también perdió los dos empleos. Fue la imaginación de una vecina la que les dio una alternativa. Se le ocurrió que podían comprar rejillas, trapos para lavar a bajo costo, para revenderlos como ambulantes en las barreras de los trenes, desde Congreso hasta Sucre, en el barrio de Belgrano. Era otra época, vendían casi todo lo que llevaban hasta la Capital. Y como volvían con las manos vacías se entusiasmaban en revisar lo que los nuevos ricos y las clases medias beneficiadas por el primer impulso del menemismo tiraban a la basura. Eran épocas de recambio de muebles, de accesorios del hogar, de electrodomésticos. Ellos hurgaban en esas sobras. “Volvíamos cirujeando, al comienzo como una diversión, para aprovechar, y después ya para vivir de eso.” Matilde y sus hijos fueron de los primeros que en la villa San Francisco, cuando la calle Sarratea todavía no era calle y los ranchos se desparramaban por el campito que da ahora a un depósito, tuvieron caballos y carros para salir a cirujear. Al frente, mirando hacia lo que queda de la villa después de la urbanización, Matilde tenía el rancho con dos piezas. Sobre los fondos había una caballeriza que más tarde se transformaría en la entrada secreta para los pibes al escapar de los tiros de la policía.
Matilde y sus hijos estuvieron en las primeras filas excluidas, desempleadas, puestas en crisis por el menemismo, cuando la devastación para las clases medias y hasta para las medias bajas se veía como un imposible tras la fortaleza imbatible del uno a uno. Cuando empezó el trabajo de ciruja dejaba como para comer, pero nunca, cuenta Matilde, para esos gustos que sus chicos veían en Belgrano darse a los hijos de las clases “pudientes”. Javier, Manuel y Simón fueron dejando la escuela a su turno cada uno. Nunca habían sido los más tranquilos. En la escuela los chicos mostraron sus personalidades. Manuel siempre más callado, a un costado, sin usurpar el protagónico que quedaba, en principio, para el mayor. Javier, el más grande, cuando regresó de Olavarría se convirtió en un referente de las travesuras escolares. Eran muy parecidos, más parecidos que hoy, y las maestras se confundían al cul0parlos por los pequeños hechos de sus tardes escolares. Era común, recuerda Matilde, que los chicos fueran juntos a la dirección, y que volvieran a casa con la oreja roja de los tirones. Sentados ante las autoridades eran obligados a confesar, como si fueran mellizos, cual de ellos había sido el de lío a sancionar. Nunca consiguieron que se traicionaran, pero podría decirse con seguridad que esa instancia de sanciones fue la que después vieron repetirse a lo largo de la adolescencia, bajo la forma de la justicia de menores que tanto tiempo los mandó a encerrar. Pero eso fue apenas un poco más tarde, cuando Javier, Manuel y Simón ingresaron casi sin preámbulos al asalto a mano armada que les daría dinero como para vivir ellos también, a su manera, la fiesta que los sectores más acomodados vivían a pleno con el gobierno de la corrupción, el tráfico y el robo a gran escala.

no me pidan que deje de robar
si los que roban tienen la libertad:
son la mayoría de políticos y policías


A la semana de haber conocido a Simón teníamos una cita para volver a vernos y sentarnos a hablar con tiempo. Faltaba un día para el encuentro. Era temprano. Me desperté con el sonido del teléfono. Dejé que atendiera el contestador automático. Entre sueños escuché la voz de Sabina Sotello: “Habla Sabina para dejarte el mensaje, de que… lamentablemente el hijo de Matilde tuvo un accidente, está muy mal, está en un coma profundo, en terapia. Y bueno, están tratando de que Simón pueda venir del instituto a ver al hermano, así que lo vas a encontrar muy jorobado. Llamame más tarde, un beso”:
Pensé en Manuel, en libertad desde marzo. Temí que lo hubieran herido en un tiroteo, que hubiera roto la promesa de no regresar al delito. Más tarde me explicaron lo que había pasado: Daniel, el cuarto hijo de Matilde, de catorce años, volvía en el tren blanco asignado a los cartoneros para viajar desde la capital a la zona norte, cuando se asomó por una de las ventanas sin vidrios del vagón para ver si la próxima era la estación donde debían bajar. Fue un segundo: le estalló la cabeza contra una viga de hierro (…)

Luisito, mi amigo, no te puedo olvidar
Dime por qué, mi dios, te llevaste a Luisito


"¿Cómo está el nene señora?”, le preguntó el Pierna. “Siempre igual”, contestó Matilde y les contó sobre los abogados de la empresa de trenes que los visitaron en la sala de espera del hospital y de los otros que después aparecieron ofreciendo sus servicios especializados en accidentología y juicios civiles de resarcimiento. “SI los de la empresa le viene a ofrecer dos mil, diez mil dólares, usted no acepte porque ellos van a tener que pagar mucho más”, le dijeron dos mujeres que le dejaron un volante a todo color promocionando su labor. “No le pegué porque estábamos en el hospital, pero les dije que si creían que ser cartonera era ser analfabeto o ignorante se habían equivocado. Porque yo sé muy bien lo que vale la vida de mi hijo y si hacemos algo en la justicia es para que haya justicia para todos, para que no vuelva a pasar otro más.”
Matilde no encegueció ante la agonía de su hijo. Como si un aprendizaje de años la guiara desde el día del accidente planteó como eje central de lo que había ocurrido la certeza de que sólo fue posible porque el tren blanco estaba hecho para los privados de todo derecho. El vagón en el que viajan pagando sin excepción cada uno su boleto es un desperdicio de los viejos trenes al que se le quitaron los asientos para convertirlo en un depósito de los indeseables que de otra manera molestarían con sus carros a cuesta a los pasajeros. Sin vidrios en las ventanas, sin luz, los vagones funcionan, al decir de los maquinistas, fuera de toda legalidad. “No deberían estar sobre las vías”, asumen. El tren en el que iba Daniel no frenó a pesar de los gritos de los cartoneros porque ni siquiera tiene freno de mano. Daniel chocó contra una estructura metálica que rodea la estación diseñada para que nadie pueda colar el cuerpo en el andén sin pagar el boleto.

“ningún cuadro se pinta para que dure y acompañe
sino para venderlo y vender pronto
con usura, pecado abominable


En Cuando me muera quiero que me toquen cumbia – Vidas de pibes chorros. Cristian Alarcón, Buenos Aires, 2003, Grupo Editorial Norma; y fragmentos de “La cumbia del sonidero”, “Ladrón de lo sacaste” y "Luisito", de Flor de Piedra.-