lunes, lazos y culminaciones
07/08/06
Hace algunos días terminé de leer La muerte de Ivan Ilich de Tolstói. Trata principalmente de la desesperación de un tipo que está enfermo y se está muriendo y que, al encontrarse completamente solo a pesar de tener esposa e hijos y haciendo un recuento de su vida, nota que la suya fue una existencia absolutamente vacía acumulando objetos y procurándose una vida “agradable” y “decorosa” como conceptos tranqulizadores que lograron distraerlo precisamente (hasta ese momento crucial) del abismo de la existencia. Ilich es un burgués, un señor que hizo carrera como juez y que cosechó todas sus relaciones sociales a partir de sus relaciones laborales, fundándolas en la apariencia, omitiendo cualquier encuentro genuino con algún otro ser.
El relato pega un giro rotundo cuando Ivan Ilich cae en que no es con la enfermedad con la que lucha, sino con la mismísima vieja y distinguida Dama. Al debatirse con la muerte, solo puede hallar algo de contención en el recuerdo de sus primeros años de niñez y adolescencia, el paraíso perdido de la infancia, en el fru-frú de la falda de seda de su madre, en los olores entrañables de aquel pasado recóndito, sepulto.
Tolstói es un escritor que a los 2 años perdió a su madre y poco después, a los 10, a su padre. Según cuenta el prólogo de la humilde edición que leí, él también añora el abrazo de su madre. Así puede uno enterarse entonces de que a pesar de esas pérdidas tempranas y siendo ya un anciano, evoca muy emotivamente en su diario el lazo fundamental...
1
Cuando yo era chico, poco después de que nos mudáramos para Paternal, empecé a tener unos ataques respiratorios que se llaman bronco-espasmos. Pasaba que con la mudanza yo estaba somatizando una alergia que me trajo (y me trae) problemas respiratorios. Entonces caía en cama atacado de bronquitis, el pecho me chillaba y por la agitación, se me hacía muy difícil respirar. En estos ataques me sucedía algo que era muy desesperante. De súbito, me despertaba en medio de la noche con la garganta cerrada y me volvía loco buscando el aire, pero no podía respirar. Me asfixiaba y la angustia ante la situación me volvía todo más terrible. No se sabía como, pero de repente se me abría un resquicio en la garganta y muy de a poco iba recobrando el ingreso de aire a mis pulmones castigados.
Me acuerdo de una cosa de esos períodos de enfermedad. Acostado boca arriba en mi cama, derrotado por la fatiga y en silencio, con el único murmullo, ruido de hervor que hacían mis bronquios, mi vieja se sentaba a mi lado y con su mano derecha me acariciaba suavemente el pecho. Yo miraba sus ojos instalados en la nada y su boca torcida por la preocupación y me moría de amor.
Me decía que a través de esa frotación me transmitía su bienestar al tiempo que ella absorbía mi malestar. Con eso que hacía me decía, como en la canción, me voy a comer tu dolor.
Estoy convencido de que esa imagen me va a atacar en los instantes en que esté buscando a cuatro manos alguna moneda para pagarle el viaje al chancho Caronte.
Hay más recuerdos. En medio de una de esas enfermedades, la perra que teníamos por ese entonces, Perla, tuvo un accidente. Mi mamá la había sacado a dar una vuelta cuando el animal salió disparando detrás de una motito con un caño de escape que hacía mucho ruido. Al parecer la agarró un auto y la hizo cajeta. Pero no la mató al instante. Mi vieja consternada la alzó y la llevó hasta la vereda, se sentó en un umbral y empezó a acariciarla como hacía conmigo. Con mi hermano nos enteramos porque una vecina de la cuadra nos tocó el timbre avisándonos que habían atropellado a Perlita y que mi vieja se había descompuesto. A pesar de estar enfermo me apuré en pijamas hasta la puerta de mi edificio y asomándome pude ver a mi mamá sentada en ese umbral con las piernas abiertas y los brazos sobre las piernas, inclinada hacia delante, la cabeza gacha y un vómito suyo a unos centímetros. Ése vómito era el malestar de mi perra.
A mi mismo me suena ridículo. Inclusive todo esto fue muchos años antes de ver la película Green Mile.
Esa misma madrugada, la tos despertó a mi vieja. Mientras ella preparaba el nebulizador, me acerqué a la cocina (donde tenía su cucha bajo una mesa) para ver cómo estaba Perla. Fue ahí cuando noté que ya no respiraba.
2
Mi mamá es una mina muy solitaria, y muy fuerte en su soledad. La gorda es una negra rantifusa. Tuvo muy pocas amigas a lo largo de su vida. O quizás una sola, que se llamaba Carmen. La conoció cuando Carmen entró en la empresa en la que ella trabajaba. Era una pendeja, según me contó alguna vez, y a pesar de que me mi mamá le llevaba muchos años, llegaron a hacerse muy amigas. Creo que eran las únicas que se daban bola mutuamente dentro de esa oficina.
Yo conocí a Carmen y todavía conservo algunas impresiones de ella. Daba una apariencia muy frágil, pero no era debilidad lo que sustentaba esta imagen, sino más bien docilidad. Quizás en la intransigencia de mi vieja buscara inconscientemente el equilibrio. Tengo entendido que en un momento dado, sus vidas tomaron rumbos muy diferentes y durante muchos años dejaron de verse. Carmen se había casado con su novio de toda la vida (un tipo extrovertido, de bigote, que al parecer tenía a su mujer bastante sometida) y se habían instalado en Lanús. Se ve que huyendo de esta asfixia es que Carmen volvió a entrar en contacto con mi vieja. Y fue en esos entonces cuando yo la conocí, siendo un nene de escuela primaria. Fuimos algunas veces a su casa a comer unos asados, a pasar el día en síntesis. Era una casa grande, por el equipamiento y el adorno, notablemente próspera en lo económico, y para nosotros era como ir a la quinta. Tenía un jardín con un quincho enorme. Mientras los grandes conversaban, mi hermano y yo jugábamos al basket con los hijos de Carmen: Juan Pablo y Cinthia. Juan Pablo tenía la edad de mi hermano (es decir 4 años más que yo) y le gustaban los deportes extremos. Como su holgada situación económica se lo permitía, practicaba surf, deportes de invierno, y también tenía una moto cross con la cual una madrugada se mató.
Ésta pérdida fue imposible para la amiga de mi vieja. A partir de eso empezó a sumergirse cada vez más en la espiritualidad y a dedicarse en particular y con hondura, a la New Age. Circunstancialmente mi vieja no fue inmune a estas filosofías y se leyó también un par de esos libros. Mi hermano la sacaba matando con esas cosas, pero yo, aunque sea por cordialidad, le hice de oreja en repetidas ocasiones.
El caso fue que Carmen empezó a experimentar una suerte de delirio místico, ansiaba reencontrarse con su hijo y manejaba la hipótesis de que con la llegada del año 2000 la almas que estuvieran preparadas iban a abandonar el karma e iban a acceder a una elevación espiritual fuera de la vida terrenal. Antes de fin del año ´99 murió súbitamente, mientras dormía.
Fue aquella noche la primera vez que fui a un velatorio. La primera vez que vi a alguien muerto. Acompañé a mi vieja hasta la casa de sepelios en el centro de Lanús y me acuerdo del cajón en medio de una habitación a media penumbra, con la parte superior al descubierto y me acuerdo que decían parece dormida y a mi me parecía muerta. Me parecía muerta, maquillada y con un gesto muerto. Es decir, lo que en realidad sucedía. Yo me quedé con la idea de que esa gente había visto más cadáveres, y que en comparación, el de Carmen estaba de notable buen aspecto y de ahí las consideraciones. Ahora creo que lo decían porque les parecía que era lo que tenían que decir.
Cinthia tiene 2 o 3 años más que yo. Esa noche iba de acá para allá, se la notaba muy ocupada y no parecía estar sufriendo mucho todavía. Al marido lo vi saludar a la gente con simpatía. A mi me hizo un chiste, algo de fútbol... también lo vi llorar
.
Quiero aclarar, porque siento que no estoy siendo del todo justo con Carmen. Ella era una mujer muy buena, muy suave, muy atenta con los demás y yo conservo el mejor de los recuerdos de ella.
3
Este fin de semana me propuse pasarlo con mi vieja. Hace un tiempo que vengo queriendo acercarme más a ella, pasar más tiempo juntos. El sábado tomamos mate y almorzamos, después fuimos al cine. Vimos una película que se llama “Ser digno de ser”. Sería larga de contar, pero curiosamente es una película muy intensa que trata (entre otras cosas) del lazo madre-hijo. Al comienzo se da una separación del protagonista y su madre. Ocurre siendo éste un niño, y por la situación traumática se ve el desarrollarse condicionado de toda su vida, hasta que después de casi 20 años vuelve al campamento en África de donde había partido, para concretar el anhelado reencuentro.
A la salida del cine fuimos a merendar. Ella tomó té con leche y yo café con leche con un pedazo enorme de torta de chocolate.
En un momento dado, mientras me contaba sobre la salud deteriorada (diálisis, pierna amputada, etc.) del esposo de una de sus hermanas más grandes, quise preguntarle qué sentía al ver que todas las personas que conoce de toda la vida son en primera instancia, atacadas por la decrepitud para luego, en segunda y última instancia, crepar. Sinceramente no tuve los huevos.
4
Existen en mi vida otros sucesos cercanos con la muerte que no quiero abordar aquí.
5
Bueno, lo que me impulsó a escribir todo esto es que hoy se murió mi tío Chichito que vivía en Resistencia, y si bien creo que la muerte no debiera ennoblecer a nadie por su sola causa, creo que estas cosas que hoy pasan por mi cabeza pueden funcionar, si no como homenaje, al menos como despedida a alguien a quien vi en numerosas ocasiones, y que si bien no me dejó muchas enseñanzas por lo menos sí estoy seguro de que me dejó una imagen, casi bizarra, pero que nunca voy a olvidar y que es parte de las cosas que me componen. Chichito había sido siempre desde mi subjetividad una persona que participaba en mi vida en la medida que mamá nos fuera contando (la mayoría de las veces sin lograr mayor atención nuestra) noticias de él y del resto de nuestros familiares desparramados por las provincias; o bien a través de sus esporádicas visitas. Pero lo cierto es que además había un lazo.
De alguna manera, mi tío siempre despreció a sus hijos. Mantuvo con los 2 una relación bastante conflictiva. Últimamente se había llevado a vivir con él al menor, con quien si tenía algo en común era sin duda el amor por la bebida.
Mi mamá me dice: “Por suerte no murió solo. Gracias a Dios”. Murió en brazos de su hijo.
Finalmente la imagen: se trata de él, rascándose la espalda con un vértice de pared, afinando seco y conciso el comienzo del estribillo del tango: PAAAREDÓN.
... al final del libro, en la parte más agónica de su enfermedad, Iván Ilich era interpelado cara a cara por la muerte. Cuando por fin se estaba yendo, llegó a escuchar que alguien a su lado decía “se acabó”. Y entonces Ivan Ilich comprendió. Muriendo se acaba la muerte. Ya no existe la muerte, se dijo al morir.
Hace algunos días terminé de leer La muerte de Ivan Ilich de Tolstói. Trata principalmente de la desesperación de un tipo que está enfermo y se está muriendo y que, al encontrarse completamente solo a pesar de tener esposa e hijos y haciendo un recuento de su vida, nota que la suya fue una existencia absolutamente vacía acumulando objetos y procurándose una vida “agradable” y “decorosa” como conceptos tranqulizadores que lograron distraerlo precisamente (hasta ese momento crucial) del abismo de la existencia. Ilich es un burgués, un señor que hizo carrera como juez y que cosechó todas sus relaciones sociales a partir de sus relaciones laborales, fundándolas en la apariencia, omitiendo cualquier encuentro genuino con algún otro ser.
El relato pega un giro rotundo cuando Ivan Ilich cae en que no es con la enfermedad con la que lucha, sino con la mismísima vieja y distinguida Dama. Al debatirse con la muerte, solo puede hallar algo de contención en el recuerdo de sus primeros años de niñez y adolescencia, el paraíso perdido de la infancia, en el fru-frú de la falda de seda de su madre, en los olores entrañables de aquel pasado recóndito, sepulto.
Tolstói es un escritor que a los 2 años perdió a su madre y poco después, a los 10, a su padre. Según cuenta el prólogo de la humilde edición que leí, él también añora el abrazo de su madre. Así puede uno enterarse entonces de que a pesar de esas pérdidas tempranas y siendo ya un anciano, evoca muy emotivamente en su diario el lazo fundamental...
1
Cuando yo era chico, poco después de que nos mudáramos para Paternal, empecé a tener unos ataques respiratorios que se llaman bronco-espasmos. Pasaba que con la mudanza yo estaba somatizando una alergia que me trajo (y me trae) problemas respiratorios. Entonces caía en cama atacado de bronquitis, el pecho me chillaba y por la agitación, se me hacía muy difícil respirar. En estos ataques me sucedía algo que era muy desesperante. De súbito, me despertaba en medio de la noche con la garganta cerrada y me volvía loco buscando el aire, pero no podía respirar. Me asfixiaba y la angustia ante la situación me volvía todo más terrible. No se sabía como, pero de repente se me abría un resquicio en la garganta y muy de a poco iba recobrando el ingreso de aire a mis pulmones castigados.
Me acuerdo de una cosa de esos períodos de enfermedad. Acostado boca arriba en mi cama, derrotado por la fatiga y en silencio, con el único murmullo, ruido de hervor que hacían mis bronquios, mi vieja se sentaba a mi lado y con su mano derecha me acariciaba suavemente el pecho. Yo miraba sus ojos instalados en la nada y su boca torcida por la preocupación y me moría de amor.
Me decía que a través de esa frotación me transmitía su bienestar al tiempo que ella absorbía mi malestar. Con eso que hacía me decía, como en la canción, me voy a comer tu dolor.
Estoy convencido de que esa imagen me va a atacar en los instantes en que esté buscando a cuatro manos alguna moneda para pagarle el viaje al chancho Caronte.
Hay más recuerdos. En medio de una de esas enfermedades, la perra que teníamos por ese entonces, Perla, tuvo un accidente. Mi mamá la había sacado a dar una vuelta cuando el animal salió disparando detrás de una motito con un caño de escape que hacía mucho ruido. Al parecer la agarró un auto y la hizo cajeta. Pero no la mató al instante. Mi vieja consternada la alzó y la llevó hasta la vereda, se sentó en un umbral y empezó a acariciarla como hacía conmigo. Con mi hermano nos enteramos porque una vecina de la cuadra nos tocó el timbre avisándonos que habían atropellado a Perlita y que mi vieja se había descompuesto. A pesar de estar enfermo me apuré en pijamas hasta la puerta de mi edificio y asomándome pude ver a mi mamá sentada en ese umbral con las piernas abiertas y los brazos sobre las piernas, inclinada hacia delante, la cabeza gacha y un vómito suyo a unos centímetros. Ése vómito era el malestar de mi perra.
A mi mismo me suena ridículo. Inclusive todo esto fue muchos años antes de ver la película Green Mile.
Esa misma madrugada, la tos despertó a mi vieja. Mientras ella preparaba el nebulizador, me acerqué a la cocina (donde tenía su cucha bajo una mesa) para ver cómo estaba Perla. Fue ahí cuando noté que ya no respiraba.
2
Mi mamá es una mina muy solitaria, y muy fuerte en su soledad. La gorda es una negra rantifusa. Tuvo muy pocas amigas a lo largo de su vida. O quizás una sola, que se llamaba Carmen. La conoció cuando Carmen entró en la empresa en la que ella trabajaba. Era una pendeja, según me contó alguna vez, y a pesar de que me mi mamá le llevaba muchos años, llegaron a hacerse muy amigas. Creo que eran las únicas que se daban bola mutuamente dentro de esa oficina.
Yo conocí a Carmen y todavía conservo algunas impresiones de ella. Daba una apariencia muy frágil, pero no era debilidad lo que sustentaba esta imagen, sino más bien docilidad. Quizás en la intransigencia de mi vieja buscara inconscientemente el equilibrio. Tengo entendido que en un momento dado, sus vidas tomaron rumbos muy diferentes y durante muchos años dejaron de verse. Carmen se había casado con su novio de toda la vida (un tipo extrovertido, de bigote, que al parecer tenía a su mujer bastante sometida) y se habían instalado en Lanús. Se ve que huyendo de esta asfixia es que Carmen volvió a entrar en contacto con mi vieja. Y fue en esos entonces cuando yo la conocí, siendo un nene de escuela primaria. Fuimos algunas veces a su casa a comer unos asados, a pasar el día en síntesis. Era una casa grande, por el equipamiento y el adorno, notablemente próspera en lo económico, y para nosotros era como ir a la quinta. Tenía un jardín con un quincho enorme. Mientras los grandes conversaban, mi hermano y yo jugábamos al basket con los hijos de Carmen: Juan Pablo y Cinthia. Juan Pablo tenía la edad de mi hermano (es decir 4 años más que yo) y le gustaban los deportes extremos. Como su holgada situación económica se lo permitía, practicaba surf, deportes de invierno, y también tenía una moto cross con la cual una madrugada se mató.
Ésta pérdida fue imposible para la amiga de mi vieja. A partir de eso empezó a sumergirse cada vez más en la espiritualidad y a dedicarse en particular y con hondura, a la New Age. Circunstancialmente mi vieja no fue inmune a estas filosofías y se leyó también un par de esos libros. Mi hermano la sacaba matando con esas cosas, pero yo, aunque sea por cordialidad, le hice de oreja en repetidas ocasiones.
El caso fue que Carmen empezó a experimentar una suerte de delirio místico, ansiaba reencontrarse con su hijo y manejaba la hipótesis de que con la llegada del año 2000 la almas que estuvieran preparadas iban a abandonar el karma e iban a acceder a una elevación espiritual fuera de la vida terrenal. Antes de fin del año ´99 murió súbitamente, mientras dormía.
Fue aquella noche la primera vez que fui a un velatorio. La primera vez que vi a alguien muerto. Acompañé a mi vieja hasta la casa de sepelios en el centro de Lanús y me acuerdo del cajón en medio de una habitación a media penumbra, con la parte superior al descubierto y me acuerdo que decían parece dormida y a mi me parecía muerta. Me parecía muerta, maquillada y con un gesto muerto. Es decir, lo que en realidad sucedía. Yo me quedé con la idea de que esa gente había visto más cadáveres, y que en comparación, el de Carmen estaba de notable buen aspecto y de ahí las consideraciones. Ahora creo que lo decían porque les parecía que era lo que tenían que decir.
Cinthia tiene 2 o 3 años más que yo. Esa noche iba de acá para allá, se la notaba muy ocupada y no parecía estar sufriendo mucho todavía. Al marido lo vi saludar a la gente con simpatía. A mi me hizo un chiste, algo de fútbol... también lo vi llorar
.
Quiero aclarar, porque siento que no estoy siendo del todo justo con Carmen. Ella era una mujer muy buena, muy suave, muy atenta con los demás y yo conservo el mejor de los recuerdos de ella.
3
Este fin de semana me propuse pasarlo con mi vieja. Hace un tiempo que vengo queriendo acercarme más a ella, pasar más tiempo juntos. El sábado tomamos mate y almorzamos, después fuimos al cine. Vimos una película que se llama “Ser digno de ser”. Sería larga de contar, pero curiosamente es una película muy intensa que trata (entre otras cosas) del lazo madre-hijo. Al comienzo se da una separación del protagonista y su madre. Ocurre siendo éste un niño, y por la situación traumática se ve el desarrollarse condicionado de toda su vida, hasta que después de casi 20 años vuelve al campamento en África de donde había partido, para concretar el anhelado reencuentro.
A la salida del cine fuimos a merendar. Ella tomó té con leche y yo café con leche con un pedazo enorme de torta de chocolate.
En un momento dado, mientras me contaba sobre la salud deteriorada (diálisis, pierna amputada, etc.) del esposo de una de sus hermanas más grandes, quise preguntarle qué sentía al ver que todas las personas que conoce de toda la vida son en primera instancia, atacadas por la decrepitud para luego, en segunda y última instancia, crepar. Sinceramente no tuve los huevos.
4
Existen en mi vida otros sucesos cercanos con la muerte que no quiero abordar aquí.
5
Bueno, lo que me impulsó a escribir todo esto es que hoy se murió mi tío Chichito que vivía en Resistencia, y si bien creo que la muerte no debiera ennoblecer a nadie por su sola causa, creo que estas cosas que hoy pasan por mi cabeza pueden funcionar, si no como homenaje, al menos como despedida a alguien a quien vi en numerosas ocasiones, y que si bien no me dejó muchas enseñanzas por lo menos sí estoy seguro de que me dejó una imagen, casi bizarra, pero que nunca voy a olvidar y que es parte de las cosas que me componen. Chichito había sido siempre desde mi subjetividad una persona que participaba en mi vida en la medida que mamá nos fuera contando (la mayoría de las veces sin lograr mayor atención nuestra) noticias de él y del resto de nuestros familiares desparramados por las provincias; o bien a través de sus esporádicas visitas. Pero lo cierto es que además había un lazo.
De alguna manera, mi tío siempre despreció a sus hijos. Mantuvo con los 2 una relación bastante conflictiva. Últimamente se había llevado a vivir con él al menor, con quien si tenía algo en común era sin duda el amor por la bebida.
Mi mamá me dice: “Por suerte no murió solo. Gracias a Dios”. Murió en brazos de su hijo.
Finalmente la imagen: se trata de él, rascándose la espalda con un vértice de pared, afinando seco y conciso el comienzo del estribillo del tango: PAAAREDÓN.
... al final del libro, en la parte más agónica de su enfermedad, Iván Ilich era interpelado cara a cara por la muerte. Cuando por fin se estaba yendo, llegó a escuchar que alguien a su lado decía “se acabó”. Y entonces Ivan Ilich comprendió. Muriendo se acaba la muerte. Ya no existe la muerte, se dijo al morir.
2 Comments:
Tengo ganas de decir muchas cosas y no puedo decir nada.
"Me gustó"? Ni a mí me sirve.
Abrazos.
Yo últimamente estoy muy pensativo con respecto a la muerte. Ayer vi Tarnation, tal vez eso tenga algo que ver.
Me gustó mucho.
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